Bárbara Gasalla y Diego Romero nos comparten una colección de inscripciones hechas en las piedras de la costa marplatense -algunas de muy larga data-, y reflexionan sobre esos trabajosos escritos en las rocas frente al mar.
por Bárbara Gasalla y Diego Romero
"Las piedras no ofenden; nada
codician. Tan sólo piden
amor a todos, y piden
amor aun a la Nada."
César Vallejo
Un paseo por la costa de una ciudad turística no se diferencia mucho de la típica postal veraniega: gente, sombrillas, vendedores ambulantes, playa y mar. Pero una mirada atenta puede depararnos algunas sorpresas. En las rocas naturales y en las que conforman las escolleras, podemos encontrar breves textos de temática amorosa, nombres de ciudades o iniciales; piedras talladas con mensajes que varían en su contenido pero que tienen una estructura más o menos fija con números y letras.
Un registro fotográfico de estas rocas arma un archivo más que interesante. Ver las imágenes en conjunto, pasando una foto tras otra, genera fascinación y, también, algunos interrogantes: ¿por qué escribir un nombre, una fecha o dejar inscripto un vínculo amoroso en una roca? ¿Por qué frente al mar? ¿Por qué la elección de una tarea, el tallado, que conlleva esfuerzo físico, implementos y cierto manejo de herramientas poco frecuentes en, digamos, la mayoría de nosotros? ¿Qué miran los que miran estas inscripciones que, en principio, surgen de un mundo privado pero pasan al dominio público (y que tienen y tendrán público)? ¿Cómo se ligan tiempo y espacio en cada una de estas huellas que quedan, perdurables, a través de los años? ¿Qué impacto tiene toda esta práctica en el paisaje costero?
Registrar/delimitar
El ser humano tiene la costumbre de escribir sobre las cosas. Sobre la superficie de las cosas. Todos, alguna vez, hemos escrito o dibujado en una mesa del colegio, la puerta de un baño, el asiento de un colectivo, durante una larga conversación telefónica. En cualquier país que uno vaya, sea cual fuere la ciudad que se visite, se encuentra la escritura de la gente. De diversas maneras, colores, formas, la escritura de la gente aparece. Simbolizando diferentes cosas. Más o menos a la vista. Y no es algo nuevo. Por el contrario, lleva miles de años, y acaso toda la existencia del hombre. Nada nos cuesta imaginar la costumbre de garabatear en la tierra unas cuantas líneas elementales, borradas por el viento. Los primeros pigmentos que colorearon con formas la roca. El hombre, en su evolución, ha sido un animal que necesitó territorialmente dos cotas: delimitar y dejar registro. Pareciera en ello un animal que sospechara que en un orbe cerrado no puede entrar la corrupción. Eso queda del otro lado de los límites, de la muralla. Dentro, en el mundo que los límites han ganado para el hombre, es necesario buscar la eternidad. Y para ello, el registro, en sus múltiples formas y niveles, es fundamental. Armstrong y Aldrin llegan a la luna y clavan la bandera norteamericana; también los conquistadores pisan suelo extranjero y enarbolan sus estandartes: señalan y renombran, e inician la apropiación.
Para Borges, el pensamiento de Spinoza se puede sintetizar con la expresión “la roca quiere perdurar en la roca”. De alguna manera, el hombre busca permanecer en su naturaleza, que es la del lenguaje. Incluso en las redes sociales no se trata de otra cosa que de un registro: dejar plasmado algo. Claro que el soporte y los medios digitales son efímeros, y que los tiempos son otros. Pero son sólo una parte de lo que expresamos. Si dejara de existir Internet, buscaríamos otras formas. Es algo que tenemos que sacar de adentro nuestro.
Las pinturas de Altamira datan de un tiempo que se remonta a cuarenta mil años. En el campo de la ciencia se especula ahora si los neandertales pudieron ser los autores o no. ¿Arte neandertal? Como sea, la cueva de Altamira es una clara representación del espíritu creador del hombre. Ya se ven diversas técnicas y características del arte allí: el dibujo, la pintura, el grabado, el tratamiento de la forma, el naturalismo, la abstracción, el simbolismo. Todo eso ya está en Altamira. Es decir que el hombre siempre necesitó pintar sobre algo, grabarlo, dejar una huella. No sabemos si ya pensaban en el futuro, como nosotros al ejecutar algo. A cada lugar que vamos, trasponiendo incluso los límites de nuestra comarca, buscamos dejar una huella. Una suerte de testimonio individual de que allí hemos estado, como si de alguna forma esa pequeña cosa también postulara el universo. Un hombre, solo, frente a una roca o la puerta de un baño, con algo para decir. “Laura te amo”, “Viva Perón”, “Son de la B”. A veces, el registro se resume a un nombre y a una fecha. No expresan nada más, y ese hermetismo, ese sello, los vuelve fatales o románticos. Dentro de estos últimos, el turista suele abundar. Es casi imperioso para algunos, dejar su huella. Hasta hay lugares de culto, como los muros externos de Abbey Road en Londres, donde nadie hay que no escriba algo, día tras días, formando un palimpsesto. Después, dos veces al año se pintan los muros nuevamente de blanco: la escritura disciplinada por el tiempo y el espacio.
Oh, el amor, el amor
A las palabras se las lleva el viento y ojos que no ven, corazón que no siente, pero ¿quién puede borrar una roca tallada? Para algunos, al amor hay que decirlo con todas las letras y encuentran en la poesía y la música las palabras exactas y perfectas que describen sus sentimientos. Otros van más allá y prefieren –o necesitan- escribirlo, registrarlo en alguna superficie como símbolo de la certeza de sus sentimientos. En ese afán de dejar huella, las rocas terminan siendo el lugar donde los amantes pueden dar cuenta de su compromiso en diferentes niveles. En primer lugar, el soporte: elegir la piedra, llevar las herramientas, dedicarle tiempo y esfuerzo a la tarea; en fin, el amor traducido a una acción, a un trabajo, como clara prueba de amor, casi tan ardua como cualquiera de las que una dama podía exigirle a un caballero bajo las reglas del amor cortés medieval.
En el plano del mensaje, no hay lugar para ambigüedades ni poesía extrema: dos nombres (o sus iniciales) y una conjunción, alguna declaración amorosa breve o, simplemente, una fecha significativa para los amantes. Los más osados arriesgan el dibujo de un corazón, para que no haya dudas.
Pero sobre todo, las rocas permiten algo que ni la corteza de un árbol ni el grafiti más cargado ni el tatuaje más grande logran: perdurar en el tiempo. Y ahí es donde el amor se resignifica, porque no sólo te quiero, sino que te quiero para siempre. ¿Qué otro soporte le da esa cualidad a una manifestación amorosa? Pasarán los años y los climas, pero la inscripción en la roca, como pequeño santuario único, personal y casi íntimo, trascenderá, intacta, el tiempo. Y, en muchos casos, también a los enamorados.
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