El muralista mexicano David Alfaro Siqueiros (1896-1974) estuvo en Argentina durante la década del 30. Además de pintar un mural, puso en práctica la técnica del esténcil con fines políticos: atacar la dictadura de Agustín P. Justo. En este texto, publicado en su libro de memorias, Me llamaban el coronelazo, cuenta cómo desarrolló una "gráfica de agitación y propaganda".
En la Argentina hicimos interesantes experimentos, desgraciadamente muy reducidos, de gráfica funcional revolucionaria para países sometidos a la dictadura política (tal era el caso de la Argentina en 1933-34). Se trataba de servir útilmente al pueblo argentino en su lucha contra esa dictadura. Se trataba, en consecuencia, por ejemplo, de llenar la ciudad durante la noche con rótulos condenatorios de esa dictadura.
Las células conspiradoras, antes de nuestro experimento, acostumbraban dotarse de una gran multiplicidad de pequeños recipientes de barro y de brochas de palo y pelo con el fin de que diversos grupos, amparándose en la oscuridad de la noche, escribieran así en los muros palabras de orden consideradas por la policía como subversivas.
El esfuerzo humano era así enorme, los grupos en cuestión recorrían la inmensa ciudad de Buenos Aires, en acción gráfica de protesta. Pero, ¿cuál era el resultado al día siguiente? El resultado era de una miseria que no correspondía al gran esfuerzo. Los rótulos eran ilegibles. Tenían además, una estética repulsiva, lo que en política era sicológicamente contraproducente. La lluvia (si la había) los deslavaba, haciendo escurrir sus pigmentos. Los criados de las casas importantes, de los bancos, de los edificios públicos, podían borrar fácilmente los letreros agitativos, antes de que el público pudiera enterarse de ello, etcétera.
Había que encontrar una solución táctica, de agitación y propaganda, al problema! Y fue entonces cuando aparecimos nosotros. La solución surgió fácilmente. Se reducirían los grupos hasta constituir parejas, dificultando así la acción policial.
Cada uno de los millares de parejas tendría un esténcil, o molde entresacado en hojalata con la palabra de orden que sintetizaba la agitación correspondiente. Cada pareja tendría uno de esos populares y baratos aerógrafos que se usan para pulverizar el flit... y los primeros resultados fueron sensacionales. La ciudad de Buenos aires se vio fácilmente tatuada de millones de letreros condenatorios de la dictadura, claros y precisos, es decir legibles.
Además, como es lógico, una cosa trajo otra. La mecánica, muy primitiva, por cierto, nos había dado precisión y multiplicación extraordinarias. Había que garantizar después la consistencia de esa labor. Para ello invocamos a la química moderna, y la química moderna vino en nuestra ayuda. Descubrimos un producto alemán llamado keim, producido a base de celicato, indisoluble al agua y en general a todos los disolventes conocidos. Ya teníamos así la complementación de nuestra táctica, es decir, nuestra estrategia.
Y al día siguiente de nuestra primera aplicación, los criados de las casas, de los bancos, de los centros universitarios, etcétera, gastaron los cepillos y se rompieron las manos queriendo eliminar nuestras obras maestras. Más tarde, ya en el tren funcional que habíamos tomado, encontramos solución para la pintura para los postes, es decir, sobre el hierro, mediante el empleo de colores fabricados de nitrocelulosa.
También ese tren nos llevó a soluciones de otro tipo, tanto o más importantes que las señaladas. Nos condujo a la gráfica de agitación y propaganda fabricada, o mejor dicho multiplicada a la cadena, o sea, no sólo por nuestro débil equipo de profesionales del arte subversivo sino por la inmensa mayoría de las personas que constituían la masa insurreccionada contra la dictadura; mediante el corte de moldes correspondientes a las diversas formas y colores de un cartel político determinado, y sobre el cual, nosotros enviábamos los moldes originales, cada hogar y en él cada hombre, cada mujer, cada niño, se convirtieron en reproductores entusiastas de nuestro discurso gráfico.
Una vez más la experiencia nos daba la exactitud de nuestra premisa; la gráfica de agitación y propaganda es fundamentalmente un problema mecánico, un problema de racionalización mecánica, y por funcionalidad, una fuente inagotable de estética.”
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Al igual que con otras pasiones, la lectura de grafitis me cautivó mucho antes de que pudiera encontrarle motivos. En el principio, entonces, fueron los mensajes. Frases escritas por manos anónimas que, de golpe, en la pared de alguna calle, me salían al cruce. Risa, desconcierto y, a veces, el inevitable estar o no de acuerdo. Pero nunca indiferencia.
Sea porque los grafiteros fueron sorprendidos in fraganti, porque se terminó la pintura, o se dieron cuenta a mitad de camino de que la pintada no cabía en el espacio elegido, algunos graffiti quedan sin completar...
En su libro Graffiti, Lelia Gándara hace un estudio detallado del género. En este pedazo del texto habla sobre algunos rasgos comunes de la escritura de graffiti.
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